Tener derecho a una prestación social en España no garantiza poder acceder a ella. Más de la mitad de los hogares que cumplen los requisitos para recibir ayudas como el Ingreso Mínimo Vital o el bono eléctrico no llegan a percibirlas. Miles de personas esperan años para que se les reconozca su discapacidad, dependencia o tarjetas de residencia. Conseguir una cita se ha convertido en un obstáculo en muchas administraciones. La distancia entre el reconocimiento de derechos sociales y su disfrute se convierte en un abismo.
Nuestra investigación muestra que no se trata de incidencias aisladas, sino de problemas estructurales: largos tiempos de resolución de procedimientos, cargas documentales y requisitos desproporcionados funcionan como barreras en el acceso a derechos que generan una nueva forma de vulnerabilidad.
Esta vulnerabilidad administrativa excluye, precisamente, a quienes más lo necesitan.
La covid-19, un acelerador de desigualdades
La pandemia no es el origen de los problemas sociales en España, pero sí amplificó los que ya existían. En apenas un año, la desigualdad aumentó con mayor rapidez que durante algunos de los peores momentos de la crisis financiera anterior. Muchas familias que ya vivían al límite perdieron repentinamente sus ingresos. Otras descubrieron por primera vez lo frágil que era su red de seguridad.
También aceleró la relación por medios electrónicos con las administraciones, así como la implantación de la cita previa y el teletrabajo en los servicios públicos que impactan directamente en la ciudadanía.
Para hacer frente a la emergencia, se activaron instrumentos cruciales, como el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Este fue diseñado para garantizar un nivel mínimo de ingresos a los hogares con menos recursos. Gracias al IMV se evitó un colapso social mayor, pero también se puso en evidencia una debilidad estructural: no basta con tener derecho a una prestación si no se puede ejercer efectivamente.
Según los análisis más recientes de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, más del 55 % de los hogares que cumplían los requisitos legales en 2023 y 2024 no solicitaron la prestación. Una brecha de cobertura que se mantiene prácticamente inalterada desde su puesta en marcha.
Barreras administrativas
En la última década se han aprobado numerosas leyes que amplían el reconocimiento de derechos sociales. El derecho a la vivienda o nuevas medidas y programas sociales se han reforzado para proteger derechos esenciales en el contexto de reacción a la crisis económica.
Sin embargo, ese avance legal no siempre ha ido acompañado de cambios en la forma en que la Administración funciona en la práctica. Los cambios normativos no han dado paso a cambios organizativos y procedimentales.
Los procedimientos rígidos e hiperformalistas que dan acceso a esas prestaciones apenas se han adaptado. El resultado es que miles de personas quedan fuera del sistema. No tanto por incumplir los requisitos legales, sino por requisitos administrativos que funcionan como filtros excluyentes (largos períodos de empadronamiento, incompatibilidad entre ayudas de cuantías muy bajas…), cargas documentales desproporcionadas, trabas digitales o extensos períodos de respuesta.
Los datos de nuestra investigación muestran ese llamativo contraste. El análisis de las quejas presentadas a la Valedoría do Pobo (el ombudsman o defensor del pueblo gallego) indica que esa brecha atraviesa varias áreas del estado de bienestar.
Entre 2019 y 2023, el 77 % de las quejas en sanidad se relacionaron con retrasos en citas médicas y el 29 % con la acreditación de dependencia y discapacidad. También hemos documentado dificultades en la tramitación de la Renta de Inserción Social Gallega (RISGA), el embargo desproporcionado de ayudas a la vivienda por pequeñas deudas tributarias, atrasos en bonos de alquiler y problemas en la atención a víctimas de violencia de género. Estos problemas se reproducen en informes del Defensor del Pueblo (estatal) y otros defensores autonómicos en parecidos términos.
Las barreras administrativas no son neutrales: filtran, retrasan o directamente excluyen precisamente a quienes más dependen de las prestaciones sociales. Son las víctimas de la mencionada vulnerabilidad administrativa.
Un formulario incompleto o una cita tardía pueden traducirse en la pérdida total del derecho. Un escenario que deja fuera a hogares y personas que cumplen los criterios legales, pero no logran sortear el laberinto burocrático, como relata Sara Mesa en su libro Silencio administrativo. La pobreza ante el laberinto burocrático.
La digitalización como nueva frontera de exclusión
La digitalización, acelerada durante la pandemia, ha introducido una nueva forma de desigualdad. Por un lado, ofrece oportunidades: acceso más rápido y flexible para quienes pueden y saben usarlo. Pero no todas las personas tienen acceso a dispositivos o competencias digitales suficientes para aprovechar estos beneficios.
El informe FOESSA 2022 indica que el riesgo de perder oportunidades para recibir ayudas es cinco veces superior en los hogares en apagón tecnológico que entre aquellos que tienen conectividad plena.
Cada vez más trámites imponen identificación y notificaciones electrónicas, el manejo de plataformas digitales y automatizadas o, simplemente, descargar un formulario sólo accesible en una web. Para muchas personas mayores, hogares con escasos recursos tecnológicos o personas que no dominan el lenguaje digital, la administración electrónica es una barrera real. Una aplicación electrónica puede resultar tan inaccesible como una oficina cerrada.
La brecha digital no es solo una cuestión tecnológica. Es una brecha de derechos: determina quién accede a una prestación esencial y quién queda fuera del sistema.
Medidas para acercar el estado del bienestar a quienes más lo necesitan
Reducir esta brecha exige una revisión en profundidad del diseño administrativo (procedimientos, organización y cultura institucional) que vaya más allá de ajustes puntuales o soluciones tecnológicas aisladas. En el marco de nuestro último proyecto de investigación hemos identificado algunas medidas clave para conducir esa reforma:
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Simplificar los procedimientos ligados a derechos sociales, eliminando cargas documentales innecesarias.
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Incorporar la trayectoria vital de las personas usuarias al diseño de políticas y servicios. Esto implica la revisión de requisitos discriminatorios con especial atención a la igualdad, la dignidad y la privacidad.
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Reducir las exigencias de identificación y seguridad digital a lo estrictamente imprescindible, especialmente cuando afectan a personas en situación de vulnerabilidad.
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Avanzar hacia sistemas de concesión automática y proactiva de prestaciones. Se aprovecha así la información ya disponible en poder de la Administración, bajo una lógica de confianza inicial y controles posteriores proporcionados.
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Reforzar la atención presencial y el acompañamiento administrativo, garantizando servicios de apoyo a la digitalización.
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Evaluar de forma sistemática la efectividad real de los derechos sociales. Esto supone el desarrollo de indicadores sobre plazos, recursos y personal asignado que permitan identificar cuellos de botella y sesgos excluyentes.
En definitiva, el estado del bienestar no se mide solo por los derechos que reconoce, sino por su capacidad real para hacerlos efectivos para quienes más los necesitan. De poco sirve ampliar derechos si conseguir las prestaciones sociales reconocidas sigue siendo una carrera de obstáculos para quienes parten en desventaja.![]()
Andrei Quintiá Pastrana, Investigador Ramón y Cajal, Universidade de Santiago de Compostela y Alba Nogueira López, Catedrática de Derecho Administrativo, Universidade de Santiago de Compostela







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