Puertas Santas abiertas y doctrinas cerradas
El Jubileo no nace de la liturgia, sino de la Escritura. Su origen está en el corazón mismo de la revelación bíblica: “Proclamarán la liberación en la tierra para todos sus habitantes” (Lev 25,10). El Jubileo no es, por tanto, un tiempo decorativo ni una concesión pastoral, sino una ruptura deliberada con el orden que genera exclusión. Por eso, la apertura de las Puertas Santas por parte del papa Francisco fue un gesto radicalmente teológico. Y por eso mismo, el hecho de que hoy no haya podido cerrarlas personalmente adquiere un peso simbólico que la Iglesia no puede ignorar.
Francisco entendió el Jubileo como una corrección doctrinal vivida, no como una excepción piadosa. Su insistencia en la misericordia no fue una moda pastoral, sino una relectura del dogma a la luz del Evangelio: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6; Mt 9,13). Sin embargo, la tensión permanece. La Iglesia proclama puertas abiertas mientras conserva formulaciones doctrinales que, en la práctica, siguen cerrándolas.
La contradicción se vuelve especialmente evidente en el trato a las personas LGTBI. Se repite que toda persona es amada por Dios, pero se mantiene un lenguaje teológico que califica su experiencia afectiva como “objetivamente desordenada”. Aquí no estamos ante un simple problema de lenguaje, sino ante una disonancia doctrinal profunda. Porque el Evangelio no evalúa a las personas por categorías abstractas, sino por su capacidad de amar y dar vida: “Por sus frutos los conocerán” (Mt 7,16).
Jesús nunca trazó una frontera moral en torno a la mesa. Al contrario, fue acusado precisamente de no hacerlo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,2). La Iglesia, en cambio, ha desarrollado una teología que admite la acogida sin plena comunión, el acompañamiento sin reconocimiento, la misericordia sin igualdad. Eso no es fidelidad doctrinal, es miedo a las consecuencias del Evangelio.
El Jubileo proclamado por Francisco evocaba explícitamente el programa de Jesús en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí… me ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos” (Lc 4,18). No es casual que ese texto termine provocando rechazo y expulsión. La verdadera fidelidad bíblica siempre incomoda al orden establecido, también al eclesial.
Cerrar las Puertas Santas sin revisar las doctrinas que siguen produciendo exclusión es vaciar el Jubileo de su contenido salvífico. Porque, como recuerda Pablo, “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre” (Gal 3,28). Cuando la Iglesia introduce nuevas jerarquías de dignidad, heteronormativas, clericales o morales, está negando en la práctica lo que proclama en el Credo.
Que el papa Francisco no haya podido cerrar este Jubileo puede leerse, entonces, como una parábola viva. Las puertas quedan abiertas no para ser cerradas con más cuidado, sino para obligar a la Iglesia a decidir si cree realmente en lo que celebra. Porque una Iglesia que defiende la doctrina sacrificando a las personas no está protegiendo la fe: está traicionando el Evangelio que dice custodiar.
Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.







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