Una Europa desnortada
Europa parece caminar sin brújula en un momento en el que más necesita un rumbo claro. Las grandes promesas que durante décadas sostuvieron el proyecto europeo se diluyen entre contradicciones, bloqueos internos y un clima de desconfianza que recorre tanto a los estados como a la ciudadanía. Lo hemos visto recientemente con el rechazo de Francia, Alemania, Italia y Polonia a la propuesta de reducir un 90 % las emisiones para 2040. Estamos ante una decisión que supone un duro golpe al corazón del Pacto Verde Europeo y que refleja hasta qué punto las prioridades nacionales están imponiéndose sobre el compromiso común.
Los argumentos de estos países pivotan en torno a la defensa de su competitividad industrial y al miedo a que los costes de la transición recaigan sobre sectores económicos estratégicos. Pero lo que de fondo emerge es la fragilidad de una Europa que no logra conciliar la urgencia climática con la justicia social. Una Europa que renuncia a ser líder en la lucha contra el cambio climático justo cuando más necesario resulta, después de ver cómo las olas de calor, la sequía o los incendios se multiplican y afectan directamente a millones de personas. La decisión de las grandes economías no sólo compromete los objetivos ambientales, sino que erosiona la confianza de la ciudadanía en el proyecto europeo.
La crisis de rumbo va más allá de lo climático. En lo geopolítico, la Unión se mueve entre la subordinación a la estrategia estadounidense y la incapacidad de construir una autonomía estratégica real. Europa sigue siendo un actor militar secundario bajo el paraguas de la OTAN, sin un ejército propio capaz de garantizar su defensa, ni una política exterior que marque un camino diferenciado. La humillación a la que sometió a la UE el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, llamando papá a Donald Trump en señal de acatamiento sin condiciones de sus postulados, fue asumida por todos los países sin chistar.
Y en ese marco de impotencia y dependencia se inserta uno de los episodios más dolorosos y vergonzosos de los últimos tiempos: la tibia postura ante el genocidio en Palestina. El genocidio, la masacre y el exterminio en Gaza han conmovido al mundo entero. Miles de civiles asesinados, hospitales y escuelas bombardeados y un pueblo castigado por décadas de ocupación y violencia. El asesinato de niños y mujeres sin la menor piedad o compasión nos genera un especial sufrimiento. Ante esta tragedia, Europa apenas ha sido capaz de levantar la voz. Ha emitido comunicados ambiguos, ha evitado llamar a las cosas por su nombre, ha condenado tímidamente los excesos, mientras continúa avalando con su silencio el suministro de armas o el bloqueo de ayuda humanitaria. La defensa cerrada de Israel por parte de algunos estados miembros ha impuesto un relato en el que la equidistancia se convierte en complicidad.
La Unión Europea, que se proclama adalid de los derechos humanos y la dignidad universal, ha mostrado una doble vara de medir insoportable. Frente a Ucrania se movilizó con rapidez, habló con claridad, activó sanciones y se volcó en la solidaridad. Frente a Palestina, titubea, duda, se esconde tras tecnicismos diplomáticos. Esa incoherencia erosiona su autoridad moral y transmite al mundo una imagen de hipocresía. Para los pueblos árabes y africanos, para millones de jóvenes que se informan a través de redes sociales y ven las imágenes en directo, Europa ha perdido credibilidad. Y esa pérdida se pagará en influencia, en legitimidad y en capacidad de interlocución global. Además de la violación de los Derechos Humanos más elementales, se está generando una ola de odio y resentimiento que lamentaremos cuando no tenga remedio por el dolor producido.
Sucede lo mismo con la migración. Cada país piensa y actúa de manera diferenciada y la falda de solidaridad interna concentra la presión en los estados fronterizos y debilita la capacidad de gestión. El crecimiento de la extrema derecha que explota el miedo al “exceso de inmigrantes” ha hecho prevalecer las políticas represivas frente a las humanitarias. La UE es incapaz igualmente de abordar las causas estructurales que la provocan y, también, de elaborar una estrategia para afrontar el reto de asumir que se trata de un fenómeno necesario para el futuro del continente y de generar, por tanto, vías legales y seguras para la integración.
El sector primario tampoco es ajeno a este descontento. Se siente absolutamente desprotegido frente a la competencia global y a tratados como los realizados con Ucrania, Marruecos o Mercosur. También denuncian una y otra vez que el modelo establecido favorece a las grandes explotaciones frente a los pequeños productores del mundo rural. De la misma manera, las exigencias normativas y medioambientales no van acompañadas de precios justos ni ayudas o incentivos adecuados.
La dependencia energética y tecnológica de la Unión es otro de los talones de Aquiles que esta crisis desnuda. Se ha reducido la exposición al gas ruso, pero seguimos atados a combustibles fósiles importados y a materiales críticos que llegan de terceros países. Del mismo modo, Europa habla de soberanía digital y transición tecnológica, pero continúa muy por detrás de Estados Unidos y China en semiconductores, inteligencia artificial o innovación en energías limpias. La llamada “autonomía estratégica” se queda en un lema vacío cuando no se acompaña de inversiones propias, planificación a largo plazo y una visión de conjunto. Para colmo, Úrsula von der Leyer se hace cómplice de otra humillación a la UE reuniéndose con el presidente estadounidense en un campo de golf de su propiedad y aceptando sin chistar una imposición de aranceles de un 15% a los productos europeos.
En el interior, la situación tampoco es halagüeña. El avance de la extrema derecha y del euroescepticismo está condicionando la agenda política comunitaria y nacional. Cada vez resulta más difícil alcanzar consensos en torno a políticas comunes porque los populismos levantan muros, reavivan discursos nacionalistas y convierten a Bruselas en el blanco de todos los males. La consecuencia es una fragmentación creciente y un bloqueo que paraliza decisiones urgentes. La Unión, que nació para superar las fronteras y construir un proyecto compartido, corre el riesgo de volver a ser una suma de intereses parciales sin alma ni dirección.
En este contexto, la desafección de los jóvenes es un síntoma particularmente preocupante. Para quienes hoy tienen veinte o treinta años, Europa ya no es sinónimo de oportunidades. Ven cómo la vivienda se convierte en un lujo inalcanzable, cómo los empleos estables escasean, cómo la precariedad se instala en sus biografías. Y sienten, con razón, que las grandes promesas europeas no se traducen en mejoras concretas en sus vidas. La frustración se combina con el envejecimiento de la población y con el aumento de las desigualdades, generando un caldo de cultivo perfecto para la desconfianza en las instituciones.
Desde islas como Gran Canaria, esta desorientación se percibe con más nitidez. Aquí convivimos con las tensiones globales en carne propia: la dependencia energética que encarece la factura, la fragilidad de un territorio insular ante el cambio climático, la vulnerabilidad social de jóvenes sin futuro y mayores que necesitan cuidados. Somos testigos de primera mano de cómo la retórica europea a menudo no se traduce en realidades tangibles. Y sabemos que, si Europa no es capaz de acompasar sus grandes objetivos con las necesidades cotidianas de las personas y de los territorios, el proyecto comunitario perderá aún más legitimidad.
No basta con proclamar metas ambiciosas de reducción de emisiones, digitalización o defensa común. Es imprescindible articular políticas que integren la dimensión social, que garanticen transiciones justas, que cuiden a los más vulnerables. Y también es imprescindible sostener una política exterior coherente, basada en principios y no en conveniencias. Europa no puede seguir defendiendo la democracia y los derechos humanos en un escenario mientras los niega en otro.
Si no es capaz de hacerlo, la Unión se convertirá en un proyecto cada vez más irrelevante, incapaz de responder a los desafíos de un mundo en plena transformación. Desde Gran Canaria lo sabemos bien: los territorios fronterizos son los primeros en percibir las grietas de un sistema y también los que más sufren sus consecuencias. Pero también sabemos que en las periferias anida la posibilidad de repensar, de innovar, de construir alternativas. Europa necesita escucharlas para reencontrar el rumbo.
El continente que un día se soñó vanguardia del bienestar, de la democracia y de los derechos humanos, corre el riesgo de perder esa condición si no rectifica. Y no hablamos de un horizonte abstracto: hablamos de un presente en el que cada decisión cuenta. De un futuro que se juega en las ciudades y en las islas, en los hogares y en los trabajos, en la confianza o el desencanto de su ciudadanía. Europa debe volver a orientarse, y debe hacerlo pronto, si no quiere que su desorientación la arrastre hacia la irrelevancia o el enfrentamiento. Y en esto último tiene mucha experiencia.
Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.
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