De Lampedusa a Gaza, de Canarias a Ucrania: el clamor del Evangelio
Las aguas del Mediterráneo, desde Lampedusa hasta Canarias, nos traen cada semana imágenes de pateras sobrecargadas, de hombres y mujeres que arriesgan la vida buscando dignidad. Pero esas mismas aguas son también frontera de indiferencia: cifras que llenan titulares, discusiones políticas, debates que olvidan que detrás de cada número hay un rostro, una historia, un hijo de Dios.
Mientras tanto, lejos de nuestras costas pero tan cerca de nuestra conciencia, Gaza sufre un auténtico genocidio, con miles de civiles atrapados en un fuego cruzado que destruye hogares, hospitales y escuelas. Ucrania, tras años de guerra, sigue llorando la pérdida de vidas y la destrucción de ciudades enteras. Todo esto parece distante, pero en realidad forma parte de un mismo drama humano: la incapacidad de nuestra sociedad global para custodiar la vida como don sagrado.
El Evangelio nos da una clave luminosa y exigente: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Jesús no distingue entre el migrante en el muelle de Catania, el niño bajo las bombas en Gaza o el anciano refugiado en Ucrania. Para el Señor, cada uno de ellos es Él mismo, pidiendo misericordia.
Italia y España comparten la responsabilidad de ser puertas del sur de Europa. Canarias, como Lampedusa, se siente desbordada. Gaza nos enfrenta a la pregunta sobre cuánto vale realmente la vida inocente. Ucrania nos recuerda que la guerra en el corazón de Europa no es historia pasada, sino herida abierta. Y todos estos escenarios nos interpelan: ¿qué mirada elegimos tener? ¿La del miedo, que levanta muros y alimenta la indiferencia? ¿O la del Evangelio, que construye puentes y nos invita a reconocernos como hermanos?
El fallecido Papa Francisco nos habló de los cuatro verbos de la acogida: acoger, proteger, promover, integrar. Pero podemos ampliarlos al mundo entero: acoger al refugiado, proteger al inocente, promover la paz, integrar la justicia. No son palabras románticas: son caminos concretos para una humanidad que parece haber perdido el rumbo.
No tenemos soluciones técnicas a todos estos conflictos, pero sí podemos elegir la postura espiritual desde la que los afrontamos. Cuando un migrante toca tierra en Italia o en Canarias, cuando un misil cae sobre Gaza, cuando una bomba destruye un hospital en Ucrania, Dios nos pregunta, como a Caín: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9).
El dolor del mundo no puede dejarnos indiferentes. La Iglesia, aun sin poder militar ni político, tiene una misión insustituible: recordar que cada vida humana es sagrada, denunciar la injusticia y sembrar semillas de reconciliación. Europa no será fiel a su alma cristiana si convierte sus fronteras en muros de indiferencia. Y el mundo no será habitable si seguimos aceptando que los inocentes sean moneda de cambio en guerras sin sentido.
Al final, todo se resume en una decisión personal y comunitaria: mirar al migrante, al refugiado, al herido por la guerra, y descubrir en ellos el rostro de Cristo. Solo entonces podremos transformar este tiempo de sombras en un camino de luz.
Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.
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