Dicen que Gran Canaria es un paraíso, pero lo que se contempla estos días en el barranco que separa El Pajar de Arguineguín tiene más de pesadilla que de postal turística. El problema de la basura era conocido gracias al artículo que publicamos recientemente, pero al acercarnos para comprobar su magnitud, nos llevamos una sorpresa aún más grotesca: la zona parece el decorado de una película de terror de bajo presupuesto.
A los escombros y desperdicios se suma ahora un paisaje propio de un campamento zombi. Entre matorrales y plásticos, determinados individuos pernoctan rodeados de maniquíes funestos, muñecos mutilados y todo un repertorio de enseres que causan estupor. Desde la autopista, la estampa resulta tan espeluznante que cualquier turista podría pensar que está atravesando un parque de atracciones del horror.
Y no es exageración. Hemos tomado fotografías desde la incorporación a la autopista de Arguineguín que ilustran la imagen de despedida que se llevan los visitantes: un improvisado museo del espanto, a medio camino entre la marginalidad y el abandono institucional. La escena es tan surrealista que uno no sabe si reír, llorar o preguntar qué administración piensa hacer algo antes de que este barranco acabe en un catálogo de localizaciones para rodar películas de zombis.
La estampa, visible desde las guaguas turísticas, causa vergüenza entre los vecinos, quienes sienten que su barrio “pertenece a un municipio desatendido”. Según parece, la única salida pasa por un plan coordinado del Cabildo, que ostenta las competencias de los cauces a través del Consejo Insular de Aguas.
La fotografía tomada desde las inmediaciones de la autopista muestra con crudeza la dimensión real del problema. Se trata de un barranco que ha pasado de ser un cauce natural a convertirse en un espacio degradado, plagado de residuos, chabolas y figuras tan siniestras como maniquíes rotos que parecen saludar al visitante.
Hasta entonces, aquí queda nuestro testimonio gráfico: un barranco convertido en un escenario de terror, la postal de bienvenida –o despedida– que nadie quiere firmar, pero que todos toleran.
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