Los atentados del 11 de septiembre de 2001 sacudieron la conciencia del mundo y, en particular, la de Estados Unidos. Veinte años después sus ecos aún resuenan y quedan legados como el centro penitenciario de Guantánamo que, según los expertos, simbolizan las alargadas sombras de una 'guerra contra el terror' que no ha terminado de aplacar la amenaza terrorista.
El 11-S cambió el paradigma bélico del mundo, con una cadena de ataques coordinados sin precedentes en suelo estadounidense. George W. Bush emprendió entonces una escalada militar que tuvo como primera parada Afganistán, con el objetivo de contrarrestar el terrorismo yihadista en su principal bastión, en el que Al Qaeda se sentía seguro bajo el régimen talibán. La investigadora del Real Instituto Elcano Carola García Calvo destaca que, por primera vez, Estados Unidos pretendía hacer frente a “un enemigo que no era tangible” y apunta que, en algunos aspectos, sí logró su objetivo evitando que hubiese un nuevo gran atentado en territorio norteamericano o matando en 2011 al “carismático” líder de Al Qaeda, Usama Bin Laden.
Sin embargo, la guerra contra el terror de Bush también ha dejado “sombras muy pronunciadas”. Centros de reclusión como los de Abu Grahib o Guantánamo han quedado en la memoria colectiva asociados a excesos físicos y legales y, en el caso de esta última cárcel, todavía sigue abierta y tiene entre sus internos a Jalid Sheij Mohamed, considerado el ‘cerebro’ del 11-S. Jason Lazakis, investigador del Soufan Center, cree que Guantánamo es “uno de los mayores fracasos de la Administración Bush y de los políticos republicanos que se han negado a trabajar con los demócratas para cerrarlo”.
Aboga por llevar a los tribunales civiles a todos los presos, no solo por una cuestión de Derechos Humanos, sino también para que las instalaciones dejen de ser una excusa. “Mantener a los presos en la bahía de Guantánamo crea oportunidades para que los propagandistas yihadistas recluten a más miembros para sus grupos”, explica Blazakis, tesis compartida con otros expertos como García Encina. La investigadora del Real Instituto Encano coincide en que estas instalaciones contribuyen a “generar unas narrativas contra Estados Unidos, contra Occidente”. A su juicio, “victimiza a los musulmanes” a efectos de propaganda y alimenta la tesis de la “persecución”, una carta que grupos terroristas como Al Qaeda o Estado Islámico han sabido jugar a su favor durante años.
¿Un nuevo Afganistán?
Lo que parece claro, 20 años después, es que Estados Unidos no volverá a embarcarse en guerras prolongadas como las que ha librado en Afganistán y en Irak, ambas lanzadas por orden del entonces presidente Bush. En esto sí parecen coincidir políticos de ambos bandos, como han puesto los últimos inquilinos de la Casa Blanca. Tampoco contribuirán al paradigma los recientes acontecimientos en Afganistán, habida cuenta de que han pasado dos décadas desde la invasión y los talibanes han vuelto al poder sin apenas oposición por parte de las fuerzas a las que Estados Unidos había estado apoyando política y militarmente.
El legado político del 11-S
Los dos expertos consideran que lo acontecido en Afganistán, vendido entre los grupos radicales como una victoria talibán y una derrota de Estados Unidos, contribuye a alimentar la propaganda yihadista. La clase política debe ahora lidiar con este nuevo escenario mientras intenta sacudirse los restos de los errores pasados. “El principal legado político es que Occidente emprendió en Afganistán políticas que fueron fracasos. Apoyaron a regímenes corruptos, especialmente al Gobierno de Karzai, que estaban ahí por su propio beneficio, no por el de la población afgana”, lamenta Blazakis.
La guerra de Irak, añade, “determinó el destino de Afganistán”. Este segundo conflicto se inició a partir de “una falsedad”, la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en manos del régimen de Sadam Husein, y terminó generando una “distracción” respecto al conflicto que se había iniciado en Afganistán dos años antes. “Exprimió los recursos de Estados Unidos y ahora la población estadounidense, tanto demócrata como republicana, no apoyará un ‘aventurismo’ como el que hubo a principios de los 2000”, vaticina. “No significa aislacionismo”, matiza, sino que es momento de ser “mucho más selectivo con lo que se hace fuera de las fronteras”. “Y, sinceramente, no es algo malo”, apostilla.








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