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Vino y luna

ANTONIO JAVIER RODRÍGUEZ GONZÁLEZ Miércoles, 12 de Mayo de 2021 Tiempo de lectura:

Descorché aquella botella y serví una copa dejándola sobre la mesa, comencé a acariciar con la yema del dedo su superficie, evadiéndome por completo en su recuerdo. 

 

Al volver a la realidad, decidí ponerme en contacto con ella para tomar un vino, sabía con absoluta seguridad su debilidad por esos caldos. En cierta ocasión me contó una tradición vinícola griega, pronto se acostumbró apreciar esa perfecta compañía para las comidas y cenas, e incluso en el atardecer de las cafeterías del Pireo lo ofrecían con simples picoteos.

 

Estaba algo nervioso, dos años trascurrieron sin verla físicamente, ya que la inoportuna pandemia extendida por el mundo restringía libertad y movimiento, pero hoy, todo había cambiado. En las noticias apenas escuchaba la incidencia del virus y mucho menos las horribles estadísticas de los muertos. Ahora, parece banal que ocurran atropellos, robos e incendios en las casas. Eso sí, el mundo cultural ha tomado las riendas para barrer las atrocidades de los gobiernos que, pagados con fines comerciales, accedían a los dictados ocultos de hombres ricos y misteriosos. No quise ir contracorriente y me sume a esa hipocresía, mirando para otro lado cuando algunos locos denunciaban en redes y programas de televisión independientes que todo era una mentira.

 

Me arreglé con mis mejores ropas, no es que fueran la más nuevas, simplemente me moldeaban mejor el cuerpo, parecía todo un galán, quería impresionarla y así volver a ese minuto cero de nuestra relación.

 

Llegamos al mismo tiempo a la cita y elegimos una mesa apartada, pero antes nos fundimos en un abrazo recordando tiempos mejores. La vi muy joven y guapa, el pelo corto, enormes y hermosos ojos que no dejaban de mirarme y el olor inconfundible del perfume que siempre llevaba, "no a todas las mujeres le sienta bien aquel aroma a hierbabuena."

 

Entabló una conversación sin pausa y yo asentía ligeramente con la cabeza. Tras el primer trago ya empecé a sentirme más envalentonado, le di las gracias mentalmente a aquel blanco malvasía fermentado en barrica del año 2018 de la bodega Las Tirajanas, me acordé que había sido una buena cosecha a la hora de pedir al camarero.

 

Ella acabó su primera copa, la mía estaba por la mitad, ahora las cosas que decía ya no tenían sentido, pero no quise corregirla.

 

Podía ver a través del amarillo filtro el escote prominente, me recordó los baños en la playa de noche completamente desnudos,  mis manos la sujetaban por detrás, para luego flotar boca arriba ofreciéndole mi placer y la contemplación de la luna.

 

Yo también hablaba sin sentido, mezclando mis propias anécdotas con sentimientos que nunca le había dicho.

 

Sus ojos estaban pequeños y llenos de humedad, ladeó ligeramente la cabeza cuando le dije que de niño añadí azúcar a un vaso de vino, lo cogí a escondidas para luego beberlo como todo un adulto. Después de este comentario decidimos irnos, la cabeza me daba vueltas y las piernas intentaban disimular una incipiente borrachera.

 

Ella me abrazó por la cintura y se disponía a poner en su boca la censura impuesta por motivos de salud pública. Rápidamente le sujeté el brazo y uní mis labios a los suyos, permaneciendo en aquella posición con los ojos cerrados toda una eternidad.

 

A la hora de la despedida, cada uno se fue en sentido contrario, tras unos metros miramos hacia atrás y al unísono ... "Nos llamamos, que no pase tanto tiempo, cuídate y te quiero", fueron las clásicas y acostumbradas palabras que se dicen casi sin pensar.

 

Al llegar a casa abrí la bodega, busqué la cosecha que nos unió y la llamé para quedar y brindar por el vino y la luna llena de aquellas pasadas noches en el encuentro de nuestro amor.

Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.

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