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CRISTOBAL D. PEÑATE

Las mudanzas de la fortuna del limpiabotas Carlos Antúnez, el Portugués

CRISTOBAL D. PEÑATE Lunes, 03 de Agosto de 2020 Tiempo de lectura:

Semblanza del conocido betunero luso que recaló en Gran Canaria tras combatir en la guerra de Angola y que se quedó en la isla trabajando hasta su muerte

Francisco Javier Gómez Gutiérrez *

                       

Carlos Antúnez, el Portu, llegó a la isla de Gran Canaria licenciado de la guerra de Angola en los años setenta, y huyendo del trueno cayó en el relámpago, pues por la inercia de llevar años engullendo rancho y marcando el paso y de vez en cuando presionado a atinar de bala a algún guerrillero despistado a la procura de que no le atinaran a él,  no se le ocurrió otra salida laboral que enrolarse en la legión, donde tras cumplir el periodo de alistamiento se vio en el Parque de Santa Catalina a la busca de ocupación.

 

La zona del Puerto en temporada turística de invierno rebosaba de chonis suecas de todos los países de Europa. En la playa de Las Canteras tomaban el sol en biquini suecas de Alemania, de Holanda, de Inglaterra, de Irlanda, suecas de Bélgica, de Francia. de Finlandia, de Dinamarca, de Noruega, de Suiza,  hasta de Italia, incluso había suecas tomando el sol en la playa y tomando cubatas y lumumbas en las terrazas del parque por las noches paradisíacas del cálido invierno.

 

El joven Antúnez, que primero atendió al alias del Portugués para luego abreviarse en el Portu, pronto se vio de freganchín en un restaurante, lo que es la querencia, de la calle Portugal, y sin ningún problema por llevar a sus espaldas ya curradas muchas cocinas en las colonias lusitanas del trópico austral. Culo de mal asiento, no tardó en dejar la restauración por la llamada de la mar, donde le recibieron con los brazos abiertos pues por sobrar las ofertas laborales en tierra, a pocos complacía el embarcarse. Pero al volver a  tierra firme tras la primera campaña de pesca de altura al palangre en un caladero en aguas territoriales de Senegal, le pareció que alegraba mas la vista la playa colmada de suecas semidesnudas que el uniforme, paisaje naval de olas y  peces, gaviotas y alcatraces del mar océano.

 

Así pronto se vio de navegante en tierra, de peón de paletas al ajuste en una sexta planta de un hotel en construcción en la Playa del Inglés, pero desengañado de currelar por cuenta ajena no tardó en establecerse como autónomo en una actividad que requería una inversión muy modesta al alcance de cualquier humilde industrial emancipado. Por cuatro perras mercó a una viuda una caja  y el taburete de limpiabotas, pintados de verde y en una ferretería de la calle Naval, un equipo modesto de cepillos, bayetas, betunes de negro y color, crema abrillantadora y se asentó a la pesca del zapato en el Parque de Santa Catalina, uno más de los quizá 50 que pasaron por el Parque de los años 70 a los 80.

 

 Fue acogido con hostilidad dada la competencia de al menos cuarenta con licencia municipal. Mas en desquite al chungo recibimiento no le faltaron las turistas que además de crema y brillo en los botines blancos le brindaron la oportunidad de cepillados más íntimos y gratificantes pero se enganchó a los piscos de ron, convite de algunos clientes, más los que se jincaba por su cuenta pa pasar el enyesque en las barras de la Parada y de la Viuda , llegando al extremo de pimplarse por día más de media botella de ron Arehucas.

 

Rompió por lo sano con esa rutina de templadera diaria  fichando en una empresa de seguridad que regentaba un chaflamejas alavés, el Colorao por nombrete y así, lució su palmito marcial, uniformado y castrense como en los tiempos legionarios. Recuperada la sobriedad, mas no del todo la cordura, se creyó un poco algo así como un general de división mirándose tan marcial en el fondo de los espejos, se excedió en el cumplimiento del deber y las prerrogativas de su grado y al final se vio otra vez de autónomo con la caja y la banqueta y de nuevo vestido de azul. A medida que se curtía en su profesión fue personalizando su presentación en sociedad con pupila y mano izquierda hasta llegar a ser de lo  más creativo y singular en su desempeño, casi al nivel de Pepe el limpiabotas, el que se mereció una glorieta ajardinada en el paseo del Confital.

 

Como Pepe, también prefería señores a tuercebotas y anteponía clientes habituales a turistas aves de paso, y así se agenció  una clientela  selecta y variada con perfiles políticos muy  dispares. Instauró como en el mundo de los corsarios la bandera de conveniencia. Militares, armadores,  empresarios, militantes de Fuerza Nueva dialogaban con él  sobre la actualidad  política con una bandera bonsái rojigualda izada en una esquina de la caja esmeralda. Nacionalistas canarios veían complacidos la afinidad ideológica que hacía palpable la bandera tricolor de las 7 estrellas verdes. A los no escasos galaicos de la pesca de altura o de la Casa de Galicia la banderiña blanquiazul de la terra meiga con la añadidura de un acento galaico-portugués, les dejaba encantados.

 

Junto a la bandera de conveniencia, su  buen hacer de golpe de cepillo, aplicación de betún, viene y va del trapo de izquierda a derecha, más un buen abrillantado con la propina de una conversación amena, sentencias morales a lo Marco Aurelio y lamentaciones críticas sobre las corruptelas del partido al que no votaba el limpiado, le fidelizaba la clientela. A los yanquis de las plataformas del petróleo no les faltaba, además de emplearse a fondo en sus zapatazos, el halago de la bandera USA. No le faltaban usuarios muy liberales  como el gigantesco sueco con barbas y porte de alegre Neptuno, vinagre que periódicamente anclaba su velero en el club náutico y se dejaba caer por el parque a empinar el codo en cantidades navegables y por dar vidilla se limpiaba los zapatones  con diez o doce limpias seguidos.

 

El, después de negarse  porque ya estaban superbrillantes, de puro honrado le decía: si les limpio más los dejo peor; pero ante  el despecho del escandinavo acababa dándoles otra mano de cepillo con todo un juego de banderas izadas que parecía la caja un stand de la ONU, y luego en la misma mesa, obligado a compartir una  cena de Baltasar, retribución generosa incluida. Su bisne disfrutó un ciclo de bonanza hasta entrados los ochenta y por  políticamente trasversal en la madrugada en que Felipe ganó por goleada a Suárez participó en la gala de celebración en el Pueblo Canario, donde el gran líder socialista Rodríguez Doreste le obsequió con una copa de champán y un puro habano. Por aquella época ya había intentado dejar de fumar sustituyendo tan insalubre hábito por el de comerse las uñas e incluso la piel y hasta algo de chicha de las yemas de los dedos, terapia antitabaco que abandonó para no acabar sin bastes.

 

Como sucedáneo  para  su campaña antinicotina descubrió lo gratificante que era cenar en el Candil de la calle Miguel Rosas un cocido gallego que le hacía dormir como un lirón en la pensión Jeremías, pero que le aparejó bañas demás y le hizo sospechar que los problemas cardiovasculares que le agobiaron años más tarde provenían de aquellas grandes cenas de Baltasar.

 

Cuando vino la crisis de mediados de los ochenta, el caballo, la delincuencia y el sida le aparejaron situaciones límite, la más conocida de sus allegados, cuando ya de madrugada se dirigía al Jeremías al revolver una esquina en la semioscuridad, al resguardo de un quiosco de la calle Ripoche, un sujeto le intentó sirlar por retaguardia con un destornillador; él, cómo prevenido licenciado de guerras coloniales, portaba una navajilla empalmada con disimulo entre la palma y la manga, se reviró y con el enemigo  en fuga le arreó una raspadura  en el culo y resultó que el pellizcado por arma blanca, sorprendidos los dos por el evento, era su primo también lusitano enganchado al caballo. Acabaron sellando el armisticio con un abrazo para perdonarse sus mutuos desaciertos  y jincándose unos rones en el Avión a cuenta del industrial. 

 

En aquellos tiempos de crisis generalizada con el parque sin turistas ni zapatos, debiendo ya un mes de pensión y empezando a echar telarañas en la boca y fatiga de jilorio en el buche, se vio forzado a una determinación heroica: como vergonzante se cambió la imagen,  trasquiló su bigote canelo, se enmascaró con gafas de sol, y con la mudanza a un pelado rente y un atuendo trapacero, sentado en un quicio en las inmediaciones del Corte Inglés con  un cartel que decía: “mejor pedir que robar ¿un pavito ahí?”, intentó una provisional mendicidad de la que pronto desertó cuando el vacile de unos palanquines conocidos levantaron la liebre y le chafaron el anonimato. 

 

Como lo contaba, se cuenta pues como capricho de la rueda de la fortuna de inmediato, se le presentó la ocasión de su vida cuando una Doña, viuda, que decían acomodada, y a la que limpió algunas veces, que acudía con una hija a la que le faltaba una agüita y de apariencia no bella, más cachorra que alpispa, compartiendo mesa y tertulia le quiso poner los dientes largos con la mira de pescar un maridito para la niña. Compadres de él, conscientes de la movida, le aconsejaban: la ocasión la pintan calva, Portu, la oportunidad pasa una vez por la puerta, te la está poniendo a huevo, si tú te la llevas a la pensión y llegáis al enguile …y si tú encima, para asegurarte más, picas el condón con  un alfiler para facilitar un embarazo tienes el porvenir resuelto, eso te lo manda dios.

 

Mandato celestial o no, tales argucias de granuja no le camelaban a un fijosdalgo de Tras os Montes que solo creía en el sacramento del matrimonio motivado por el amor o el apetito erótico, mas no por el interés, y a pesar de salir recién de una fracasado intento como pordiosero y de andar tan apurado que solo gracias a un préstamo pudo mandar a su madre la ayudita mensual acostumbrada, dio de lado a las sugerencias de esponsales.

 

Por la misma fecha, como caballero andante cervantino, cubrió la retirada de Lolita Pluma hasta la pensión Jeremías, la dama hippie a la que lajas jacosos despojaron a veces de sus ganancias de florista y dispensadora de chicles que como dice el romance “Nunca fuera Lanzarote de damas  tan bien servido…”, le obligó más de una vez a compartir con sus gatos los bocatas de pata de cochino con que les regalaba como una Teresa de Calcuta del mundo felino.

 

Como la crisis se agudizó y tuvo algún que otro pleito con gente de su oficio, en especial con un tal Lisardo, para él un cachanchán, un nota de cuidado, y un buen día con amagos de paranoia en la azotea, oyendo misa en la iglesia de San Pablo más frecuentada por él como arrepentido que las barras del Megusta, de la Palmera o el Avión, el cielo le iluminó mandarse a mudar de sitio y más nunca volver por el Parque ¡ni jarto de grifa!.

 

Así empezó su etapa dos en la calle Triana y en el parque de San Telmo, donde fue un puntal, el mejor,  entre otras razones por ser el único. Allí amplió su razón social con distinguida clientela. Un ordenanza militar le traía cada dos por tres un saco lleno de botas de comandantes, coroneles y hasta del Generalato, más los de sus señoras. Jerarcas del Gobierno de los cercanos centros oficiales recalaban por allí a limpiarse con él los calcos. Como éxito profesional mas señalado, el limpiar un día al director del hotel Catarina de la Playa del Inglés con  calidad de  brillo y lustre, le aparejó un contrato: acudir  dos veces a la semana a limpiar a los turistas del hotel que demandaran su servicio; eso sí, dado lo inadecuado de su atavío azul previo paso por un sastre que le confeccionó un uniforme de alta costura entre almirante y portero de hotel con pajarita al cuello y todo, hecho un emperifollado del cepillo.

 

Para más éxito erótico-social, fue premiado por su profesionalidad con el buen hacer sentimental de la gobernanta sin perjuicio de que su misticismo y su deriva  hacia distintos credos religiosos se acentuara, al extremo de que sin faltar a misa en la parroquia de San Telmo no dejó de asistir a eventos de otros dogmas.  Bahái, testigos de Jehová o la Iglesia Evangélica Coreana se honraron con su asistencia a los actos del culto y como la devoción y la virtud no están reñidas con las debilidades del cuerpo y seguía con su ya entonces único y pertinaz vicio de fumar como un descosido, un buen día acabó en urgencias en el Negrín, donde le devolvieron a la calle gracias a  un stent  y al cabo del tiempo con un bypass que alargó su vida laboral como entrañable personaje de Triana y San Telmo.

 

Mas al cabo, hace unos años sin llegar a los setenta, falleció de problemas en la víscera cardiaca, esa paradoja en los que son de buen corazón. y por su popularidad y singular  carácter  solícito, cortés, y amigo de todos mereció un artículo necrológico y biográfico en la prensa canaria. Yo recuerdo en conversaciones con él algunos dichos con que se publicitaba como “Con el mejor traje a la medida del mejor sastre, unas botas sucias lo estropean todo” y aquel otro en el que manejaba con retranca humorística galaico-portuguesa el  eslogan de la Academia de la lengua: “El cepillo limpia, fija  y da esplendor”. También aseguraba que mientras le daba al trapo y al cepillo, algunos clientes se confesaban cual si fuera un presbítero heterodoxo y que luego, como tenía fundamento, guardaba el secreto de confesión como los clérigos que salen formales, pues además de mucha muñeca hacía falta mucha mano izquierda.     

                                                                             

Yo lo pongo por mi cuenta y riesgo en el panteón de limpiabotas ilustres al lado de los que lo fueron como él: Lula de Silva, de pibillo limpiabotas a presidente del Brasil; lo mismo aconteció con  Alejandro Toledo en el Perú o con Malcon X, ministro religioso y activista de los derechos de los afroamericanos estadounidenses. Ozy Osborne, famosísimo cantante de rock; Jack Palance, el gran actor de Hollywood; José Legrá, el gran campeón mundial del peso pluma hispano-cubano, hoy hospitalizado con el coronavirus, y tantos otros famosos que también se buscaron la vida como limpiabotas  antes de alcanzar  la fama.

   

                                          *  Francisco Javier Gómez Gutiérrez es dibujante, caricaturista, escritor y poeta

 

Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.

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