Estimados amigos de Maspalomas Ahora, con esta reflexión pretendemos recordar o conmemorar la carta magna del consenso democrático en un momento difícil para la realidad política e ideológica del estado español, la Transición a la democracia. Sobre todo en un momento, las postrimerías del siglo XXI, marcado por las reformas de los distintos estatutos de autonomía, con el debate que todavía continúa abierto en algunas comunidades autónomas, como el caso de nuestra comunidad canaria.
La Constitución de 1978 abrió un periodo de normalidad democrática en el estado español. Sobre todo lo decimos si tenemos en cuenta lo que ha sido la Historia de España durante los siglos XIX y XX. La Constitución Española inició, una nueva etapa de libertades, de consenso y de consolidación del Estado de Derecho. Con ella, los españoles pusimos fin a una larga tradición de turbulencias e intolerancia.
Y no fue fácil, ya que se requirió de la voluntad de todos los pueblos de España, esfuerzo para superar heridas históricas y seculares diferencias. Y voluntad para dar el salto hacia la democracia, el progreso y la modernidad. La España de 1978 se definió a sí misma a través de la tolerancia y la construcción de una España de los pueblos y las culturas, aferrándose a su memoria para elaborar una arquitectura sólida que la igualara con países de larga trayectoria democrática. Y fue capaz de articular una base legislativa para llegar a una norma fundamental, la Constitución Española, estableciendo con ella el camino que se quería recorrer.
Pero no todo era un camino de rosas, existieron diferencias, incluso momentos de mucha crispación. Dejábamos atrás una dictadura de 40 años de duración, dejábamos atrás las dos Españas de las que se dolía Antonio Machado. Aún así, la clase política, las organizaciones sindicales y los ciudadanos asumieron que se encontraban ante un momento histórico y que había que consensuar con generosidad los grandes acuerdos que garantizaran el marco constitucional de lo que se pretendía que fuera España.
Quien asume la jefatura del estado fue el nieto de Alfonso XIII, último rey de España, saltándose la línea generacional de su padre, Don Juan de Borbón. El nuevo monarca tuvo claro el camino necesario para impulsar y conseguir la transformación del sistema político español en una monarquía parlamentaria. Y tuvo también la certeza de que ese nuevo modelo democrático, plural, diverso y de libertades desembocaba necesariamente en la elaboración consensuada de la Constitución.
Realmente la Constitución de 1978 no cambió a la sociedad, fue el resultado y la expresión del cambio que el país deseaba. Y, a partir de la creación o legalización de los partidos políticos, expresión de ese cambio fue también el dar cabida a los grupos sindicales que hasta el momento luchaban en la clandestinidad.
El sindicalismo, con la Constitución Española, adquiere carta de ciudadanía como pieza fundamental e indiscutible del sistema democrático. Así queda especificado en el artículo 7 donde se reconoce que los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios, y subraya, para marcar aún más las diferencias con el régimen anterior, que su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.
En un momento donde se habla todos los días de reforma de la Constitución, reformas de los distintos estatutos de autonomía, hay que recordar que España se concibió como un Estado descentralizado, un conjunto de nacionalidades y de pueblos diversos capaces de vertebrar entre todos un proyecto común. Y ese reconocimiento de lo que conocemos como Estado de las Autonomías, ha permitido a estos territorios alcanzar un amplio margen de autogobierno.
Recorriendo la historia de España, vemos como buena parte de los acontecimientos de ruptura constitucional en España, sobre todo en el siglo pasado, han tenido que ver con el territorio y su unidad. Y, más concretamente, con la tensión centro-periferia, entendida como dos formas divergentes de pensar la organización política del Estado: una idea espiritual de España como unidad uniforme, centralista y otra, contraria, que la concibe como una pluralidad de naciones sin una estructura compartida.
En la actualidad, esa tensión centro-periferia vuelve a ponerse de manifiesto con las corrientes que reclaman una revisión del texto constitucional, y específicamente, del Título VIII, así como después de las reformas de los últimos estatutos: Catalunya, Illes Balears, País Valenciano, Andalucía con su realidad nacional, etc.
La realidad española ha cambiado y ésta es -y ya no es- la España de 1978, como tampoco lo son las regiones y pueblos que la integran. Sin embargo, la Constitución se redactó teniendo muy presente la importancia del consenso y el respeto a las diferencias. El texto constitucional puede –y debe-, adaptarse a los cambios surgidos en estos 28 años, permitiendo un aumento cuantitativo y cualitativo del autogobierno y del ámbito competencial de las comunidades autónomas, como han señalado presidentes autonómicos de todos las fuerzas políticas.
Ha llegado el momento de reinterpretar el texto constitucional con mayor flexibilidad para dar cabida a las aspiraciones de los pueblos de España, y por otra parte modificar lo que respecta a la sucesión del trono.
Antonio Hernández Lobo







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