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XAVIER APARICI GISBERT

Las modernas sociedades democráticas

XAVIER APARICI GISBERT Domingo, 02 de Marzo de 2014 Tiempo de lectura:

Fue el impulso liberal que alentó la Modernidad el que, frente a los estamentos de clase y las ortodoxias de creencia del viejo orden, trajo –eso sí, muy poco a poco- las libertades personales

A pesar de las constantes trampas y manipulaciones por parte de las élites al poder, nuestras sociedades -aún en momentos de crisis generalizada como éstos- se mantienen más responsables y plurales que las comunidades tradicionales. En la medida en que continúan integrando el respeto y la solidaridad en el día a día de la convivencia, nuestros sistemas sociopolíticos se reconocen como modernos y democráticos.

Fue el impulso liberal que alentó la Modernidad el que, frente a los estamentos de clase y las ortodoxias de creencia del viejo orden, trajo –eso sí, muy poco a poco- las libertades personales, las cuales, expresadas en cartas constitucionales y en contratos legales, se concretaron como derechos inalienables y deberes generalizados. Desde entonces, la dignidad cívica ha ido dejando de depender del género, la etnia o cualquiera otra condición que no sea
la responsabilidad ante la ley, común a toda la ciudadanía.

Fue este un gran progreso civilizatorio, en el cual, los miembros de las culturas occidentales y urbanas actuales nos sentimos, muy mayoritariamente, satisfechos. Pero, hemos llegado a creer que con esto sobra para cohesionarnos como colectivos, que toda pretensión de acordar el bien común y el interés general de la ciudadanía es dogmatica o quimérica. Hemos perdido el impulso republicano, que, reivindicando la participación civil en lo público, facilita que las frías formas institucionales se llenen de cálidos contenidos vivenciales. Y porque las y los ciudadanos han dejado de aportar sus competencias y disposiciones a la vida en común, nuestras democracias se debilitan gravemente. Sin prácticas comunitarias participativas, nos hemos privatizado y, por ello, permanecemos atomizados e inermes ante la actual ofensiva de reacción autoritaria. Declinamos como conjunto social, atrapados en una concepción mínima y descreída de la democracia, que reduce las leyes a mero contractualismo y la política, a mera oferta de conveniencia.

Es conjugando las exigencias liberales de justicia y las pretensiones republicanas de identidad y pertenencia comunitarias, como nuestras imperfectas y mejorables democracias se orientan y progresan. El filósofo Axel Honneth considera que ese anhelo sólo puede darse con la práctica decidida de la “virtud moral de la civilidad”, la cual, para respetar las deseables pluralidad de creencias y la interculturalidad sociales, debe ejercerse sin que en el orden institucional se impongan valores definidos de buena vida. En caso contrario, volveríamos a los tradicionales totalitarismos excluyentes.

Honneth define esa eticidad formal cívica como “el conjunto de condiciones intersubjetivas de las que puede demostrarse que (como presupuestos necesarios) sirven para la autorrealización individual”. A ella se llega por tres modos básicos de reconocimiento, que ya Hegel había propuesto: el amor, el derecho y la solidaridad. A través del cuidado amoroso nos procuramos bienestar en las necesidades individuales, lo que aporta el primer nivel de autorrealización, el valor de las propias necesidades y aspiraciones, la autoconfianza. La segunda for­ma de reconocimiento mutuo, el derecho, posibilita que todo sujeto humano en comunidad sea igualmente libre y responsable, lo que nos realiza en el autorrespeto. Honneth afirma que las personas, necesitamos, además, ser reconocidos de una tercera forma: por nuestras cualidades peculiares valiosas, por la  autorrealización de nuestra identidad, que nos proporciona la autoestima. Y es que no hay buena vida en común, sin buen orden social, y éste es imposible sin personas queridas, respetuosas y solidarias.


Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.

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