Democracia y nacionalismos
Ni la democracia liberal, ni el nuevo nacionalismo, estaban libres de incoherencias y contradicciones
En la Modernidad -el periodo histórico iniciado, convencionalmente, en 1789 con la Revolución Francesa- se promovieron importantes cambios en las concepciones de lo social, lo político y lo económico. Sobre todo, las monarquías más occidentales de Europa se vieron sacudidas por el empuje de nuevas aspiraciones emancipatorias: cayó el absolutismo monárquico y emergió una nueva configuración del poder institucional y su legitimidad, expresándose en Constituciones, Parlamentos y elecciones civiles.
Los procesos de democratización, sobre todo en Inglaterra, Francia y la independizada colonia británica en Norteamérica, se enunciaron en una nueva expresión de la territorialidad, en el Estado nación, un diseño que con el tiempo se extendió hasta generalizarse y que, dos siglos después, aún perdura. Lo que en la sociedad se reivindicaba, frente al antiguo régimen, como democratización, en su territorio soberano, ante la caduca disposición feudal, se configuraba como nación: el espacio cívico político común a los ciudadanos del país.
No obstante, ni la democracia liberal, ni el nuevo nacionalismo, estaban libres de incoherencias y contradicciones. La condición de ciudadanía en los asuntos políticos, lejos de ser universal, continuó reservándose en exclusiva a los hombres, y dentro de ellos, a los propietarios y a los ilustrados, que eran los que tenían derecho a elegir y ser elegidos. El voto censitario restringía la participación a una minoría social y excluía a todas las mujeres. El nacionalismo, el supuesto ámbito de expresión territorial de los nuevos valores igualitarios, pronto se desvirtuó en pretensiones chovinistas y excluyentes, incentivando las ansias de expansión. Francia, la nación de la libertad, la igualdad y la fraternidad, terminó engendrando el imperialismo napoleónico; en Inglaterra, el nuevo orden, no encontró mayores motivos para dejar de sojuzgar a sus sectores populares y a otros Estados; los recién creados Estados Unidos, diezmaron, a sangre y fuego, a los aborígenes y a los afroamericanos, sin problemas, y avasallaron a países vecinos, sin contemplaciones.
Nacionalistas han sido los múltiples movimientos de emancipación de los yugos coloniales. Pero nacionalistas han sido, también, los fascismos. Si la nación se concibe “étnicamente” o desde la homogeneidad cultural y se estataliza, la uniformidad social y la represión de “los otros” están servidas. Si se pretende como el territorio político -determinado por derechos y deberes democráticos- para toda la ciudadanía, donde se expresa la pluralidad de los modos de vida cultural que las sociedades libres y solidarias engendran, la integración y la cohesión sociales se aseguran.
Hay muchos modelos de nacionalismos y de democracias, pero la gran mayoría de ellos están caducos. Hoy, la versión de la democracia aún hegemónica, enrocada en la delegación del poder ciudadano a representantes políticos profesionalizados e impotente ante los ámbitos económicos, supone una expresión del poder tan reaccionaria, injusta e ineficiente como, en su momento, representaban los regímenes absolutistas. Así, lo que nos emancipará de los actuales modos de opresión política, explotación económica y alienación cultural, no será la persistencia en los modelos históricos de progreso coyuntural, sino su profundización constante. Ahora, cuando el orden neoliberal se deslegitima, reo de sus enormes injusticias y múltiples ineficiencias, es el momento para democracias plurales y plenamente responsables, ampliamente participativas y mucho más directas. Y para concepciones espaciales de la dignidad cívica, ya, por fin, transnacionales y globalizadas.
Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
http://bienvenidosapantopia.blogspot.com
Los procesos de democratización, sobre todo en Inglaterra, Francia y la independizada colonia británica en Norteamérica, se enunciaron en una nueva expresión de la territorialidad, en el Estado nación, un diseño que con el tiempo se extendió hasta generalizarse y que, dos siglos después, aún perdura. Lo que en la sociedad se reivindicaba, frente al antiguo régimen, como democratización, en su territorio soberano, ante la caduca disposición feudal, se configuraba como nación: el espacio cívico político común a los ciudadanos del país.
No obstante, ni la democracia liberal, ni el nuevo nacionalismo, estaban libres de incoherencias y contradicciones. La condición de ciudadanía en los asuntos políticos, lejos de ser universal, continuó reservándose en exclusiva a los hombres, y dentro de ellos, a los propietarios y a los ilustrados, que eran los que tenían derecho a elegir y ser elegidos. El voto censitario restringía la participación a una minoría social y excluía a todas las mujeres. El nacionalismo, el supuesto ámbito de expresión territorial de los nuevos valores igualitarios, pronto se desvirtuó en pretensiones chovinistas y excluyentes, incentivando las ansias de expansión. Francia, la nación de la libertad, la igualdad y la fraternidad, terminó engendrando el imperialismo napoleónico; en Inglaterra, el nuevo orden, no encontró mayores motivos para dejar de sojuzgar a sus sectores populares y a otros Estados; los recién creados Estados Unidos, diezmaron, a sangre y fuego, a los aborígenes y a los afroamericanos, sin problemas, y avasallaron a países vecinos, sin contemplaciones.
Nacionalistas han sido los múltiples movimientos de emancipación de los yugos coloniales. Pero nacionalistas han sido, también, los fascismos. Si la nación se concibe “étnicamente” o desde la homogeneidad cultural y se estataliza, la uniformidad social y la represión de “los otros” están servidas. Si se pretende como el territorio político -determinado por derechos y deberes democráticos- para toda la ciudadanía, donde se expresa la pluralidad de los modos de vida cultural que las sociedades libres y solidarias engendran, la integración y la cohesión sociales se aseguran.
Hay muchos modelos de nacionalismos y de democracias, pero la gran mayoría de ellos están caducos. Hoy, la versión de la democracia aún hegemónica, enrocada en la delegación del poder ciudadano a representantes políticos profesionalizados e impotente ante los ámbitos económicos, supone una expresión del poder tan reaccionaria, injusta e ineficiente como, en su momento, representaban los regímenes absolutistas. Así, lo que nos emancipará de los actuales modos de opresión política, explotación económica y alienación cultural, no será la persistencia en los modelos históricos de progreso coyuntural, sino su profundización constante. Ahora, cuando el orden neoliberal se deslegitima, reo de sus enormes injusticias y múltiples ineficiencias, es el momento para democracias plurales y plenamente responsables, ampliamente participativas y mucho más directas. Y para concepciones espaciales de la dignidad cívica, ya, por fin, transnacionales y globalizadas.
Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
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