Pleno empleo, si. Pero ¿cómo? (II)
En lo fundamental, en nuestra condición ecológica, la economía y el trabajo son, sobre todo, cuestiones de supervivencia. Al igual que los demás seres vivos de La Tierra, los humanos nos esforzamos en sobrevivir. Y para conseguir el sustento y asegurar la descendencia, nuestros ancestros hace mucho que desarrollaron el modo económico comunitario, basado en la caza y la recolección. Medrando en plena naturaleza, en la larguísima etapa primigenia de subsistencia salvaje, esta fue una estrategia altamente eficaz: evitó la extinción de nuestra especie y nos hizo prevalecer en múltiples entornos.
Así, desde nuestros orígenes paleolíticos, cuidarnos mutuamente y compartir los esfuerzos y los frutos de forma solidaria para asegurar la supervivencia de nuestra comunidad nos es característico. Pero no sólo hacia dentro, pues se ha constatado en vestigios arqueológicos la existencia de intercambios intergrupales, al menos, en el caso de rocas de sílex para la elaboración de herramientas líticas, de determinadas conchas de moluscos, presumiblemente utilizadas como adornos, y de ciertas esculturas mobiliarias.
Cuando a través de la agricultura y la ganadería las comunidades humanas consiguieron volverse sedentarias y aumentar su número y densidad poblacional en el periodo neolítico, los frutos aumentaron y los intercambios, también. Se empezaron a conseguir excedentes y a concebir propiedades, pero aún así, perduró la solidaridad intracomunitaria. Aunque los recursos empezaron a ser apropiados por vía familiar y a imponerse la trasmisión hereditaria patrilineal. Para cuando los estados guerreros primigenios se consolidaron, la historia de quiénes se esforzaban y quiénes acaparaban los frutos, había cambiado mucho: la estratificación social jerárquica y patriarcal determinaba la subordinación de los más a los menos y de las mujeres a los hombres. Con la civilización, el dominio hasta la esclavitud y el acaparamiento extremado de los productos económicos, se impusieron. Y los aspectos reproductivos de la supervivencia, los de los esfuerzos del cuidado familiar y del hogar, pasaron a ser relegados en lo doméstico, el ámbito de confinamiento de las mujeres. Este es el patrón que perduró –y aún persiste- mucho tiempo después.
A mediados del siglo XX de los tiempos modernos, durante el periodo que se definió como “la guerra fría”, en los dos bloques de hegemonía mundial, el capitalista y el comunista, se ensayaron, con la paulatina incorporación de las mujeres a la vida política y económica, vías alternativas de aumento de la producción y de redistribución de la riqueza. Sin embargo, ambos modelos fueron parejos en la insensibilidad ambiental y en el acaparamiento, por parte de las élites e instituciones de poder, de la parte mayor de la producción socioeconómica. De tal manera que pensadores como Castoriadis llegaron a definir al socialismo realmente existente como “Capitalismo de Estado”.
A finales de siglo pasado, simbolizado en la “caída del muro de Berlín”, se hundieron en cascada los diseños estatales comunistas. Excepción hecha de China, transformada por los dirigentes de dentro y de fuera, gracias a la globalización, en un macro engendro de capitalismo autoritario, altamente insostenible con los requerimientos ecológicos y muy indeseable para las aspiraciones democráticas. Y a principios de este siglo, el modelo capitalista neoliberal también se ha colapsado, resultado de su naturaleza híper parasitaria e improductiva. Para evitar el hundimiento generalizado de las sociedades bajo su dominio al que estamos asistiendo, mucho habrá que hacer y remediar. Habrá, nada menos, que volver a emplearse comunitariamente para sobrevivir a una civilización mundializada que se ha vuelto fallida e inviable.
Así, desde nuestros orígenes paleolíticos, cuidarnos mutuamente y compartir los esfuerzos y los frutos de forma solidaria para asegurar la supervivencia de nuestra comunidad nos es característico. Pero no sólo hacia dentro, pues se ha constatado en vestigios arqueológicos la existencia de intercambios intergrupales, al menos, en el caso de rocas de sílex para la elaboración de herramientas líticas, de determinadas conchas de moluscos, presumiblemente utilizadas como adornos, y de ciertas esculturas mobiliarias.
Cuando a través de la agricultura y la ganadería las comunidades humanas consiguieron volverse sedentarias y aumentar su número y densidad poblacional en el periodo neolítico, los frutos aumentaron y los intercambios, también. Se empezaron a conseguir excedentes y a concebir propiedades, pero aún así, perduró la solidaridad intracomunitaria. Aunque los recursos empezaron a ser apropiados por vía familiar y a imponerse la trasmisión hereditaria patrilineal. Para cuando los estados guerreros primigenios se consolidaron, la historia de quiénes se esforzaban y quiénes acaparaban los frutos, había cambiado mucho: la estratificación social jerárquica y patriarcal determinaba la subordinación de los más a los menos y de las mujeres a los hombres. Con la civilización, el dominio hasta la esclavitud y el acaparamiento extremado de los productos económicos, se impusieron. Y los aspectos reproductivos de la supervivencia, los de los esfuerzos del cuidado familiar y del hogar, pasaron a ser relegados en lo doméstico, el ámbito de confinamiento de las mujeres. Este es el patrón que perduró –y aún persiste- mucho tiempo después.
A mediados del siglo XX de los tiempos modernos, durante el periodo que se definió como “la guerra fría”, en los dos bloques de hegemonía mundial, el capitalista y el comunista, se ensayaron, con la paulatina incorporación de las mujeres a la vida política y económica, vías alternativas de aumento de la producción y de redistribución de la riqueza. Sin embargo, ambos modelos fueron parejos en la insensibilidad ambiental y en el acaparamiento, por parte de las élites e instituciones de poder, de la parte mayor de la producción socioeconómica. De tal manera que pensadores como Castoriadis llegaron a definir al socialismo realmente existente como “Capitalismo de Estado”.
A finales de siglo pasado, simbolizado en la “caída del muro de Berlín”, se hundieron en cascada los diseños estatales comunistas. Excepción hecha de China, transformada por los dirigentes de dentro y de fuera, gracias a la globalización, en un macro engendro de capitalismo autoritario, altamente insostenible con los requerimientos ecológicos y muy indeseable para las aspiraciones democráticas. Y a principios de este siglo, el modelo capitalista neoliberal también se ha colapsado, resultado de su naturaleza híper parasitaria e improductiva. Para evitar el hundimiento generalizado de las sociedades bajo su dominio al que estamos asistiendo, mucho habrá que hacer y remediar. Habrá, nada menos, que volver a emplearse comunitariamente para sobrevivir a una civilización mundializada que se ha vuelto fallida e inviable.
Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.








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