Aunque hoy ya no es tan frecuente llamar “Pérfida Albión” para referirse al Reino Unido, en otros tiempos se usaba esa expresión en los medios de comunicación con cierta asiduidad, máxime cuando interesaba poner en el candelero la soberanía sobre Gibraltar y el empecinamiento de los ingleses en ponerse de perfil para no tratar con España ese asunto, con gran regocijo de los “llanitos”. Por cierto, ese gentilicio usado para los habitantes del Campo de Gibraltar desde principios del siglo XIX, súbditos de su Graciosa Majestad, no viene de llano, plano o liso, sino del italiano Gianni, diminutivo de Giovanni. Pero esa es otra historia.
Lo de Pérfida Albión tiene su origen en una versione de las leyendas del Rey Arturo y su Tabla Redonda, escritas entre los siglos XI y XV y conservadas en la Abadía francesa de Cluny. Por lo tanto lo que aquí se narra de forma muy sintética, es una de las tantas versiones de esos relatos, no la única existente ni siquiera forzosamente la más extendida.
Se cuenta que unos 4000 años después de la creación del mundo, un rey reconocido por su prudencia, tenacidad y valor estableció sus dominios sobre lo que hoy en día es Grecia. Tenía 30 hijas, la mayor de ellas era la princesa Albina. Al llegar a la edad casadera ─no olvide el lector que se trata de una leyenda─ el rey decidió casarlas a todas de una misma vez con sendos príncipes. Los novios llegaron para los esponsales de todos los rincones de aquella Grecia que formaban parte de aquel reino. Las fiestas de bodas duraron tres meses.
Antes de que las hermanas se marcharan a los reinos de sus ya esposos, la princesa Albina las reunió en secreto y les propuso, mejor dicho, les impuso un trato que todas aceptaron. Como ellas eran hijas del rey principal, por su condición, no podían estar sometidas a sus maridos, que eran de rango inferior y debían obrar en consecuencia con sus esposos. Acordaron volverse a reunir allí mismo al cabo de un año para evaluar sus respectivas experiencias.
Pasado ese tiempo se volvieron a reunir y pudieron comprobar que las cosas no habían ido como ellas pensaban. Para remediar la situación se confabularon para matar a sus maridos mientras hacían el amor. La más pequeña de las princesas, aceptó el acuerdo por miedo a sus hermanas, pero como amaba tiernamente a su marido andaba desconsolada, tanto que el esposo se lo notó y le preguntó qué le pasaba. Apesadumbrada y avergonzada le confesó el plan urdido para asesinar a los príncipes. Él, agradecido por el aviso y por el amor a su esposa, le contó el plan al rey principal, padre de las princesas. Sin dudarlo y lleno de cólera las condenó a muerte. Pero sus consejeros le advirtieron que siendo él un hombre justo, debería permitir que fueran juzgadas por un tribunal. Así se hizo y las princesas fueron condenadas a ser embarcadas en un navío sin velas, sin timón ni alimentos y abandonadas a su suerte en medio del mar.
Tras varios días a la deriva, las princesas estaban desfallecidas por el hambre y la sed, faltándoles ya las fuerzas. Sobrevino de forma inesperada una gran tormenta durante toda una noche que casi hizo zozobrar el barco. Las muchachas no podían, ni sabían, hacer nada y quedaron dormidas cuando se les vino abajo el ánimo y pensaron que había llegado su hora final. Cuando amaneció, al despertarse, notaron que la tormenta había pasado y que la nave estaba encallada en una playa a causa de la marea baja. Albina, la mayor de las princesas, pero sobre todo la más fuerte, pérfida y de peor carácter de todas, al percatarse de que estaban en una isla desierta, tomó posesión de aquellas tierras bautizándolas con el nombre de Albión. Ninguna de sus hermanas, aterrorizadas ante las seguras represalias de Albina, se opuso a esos deseos.
La leyenda atribuye a este grupo de princesas el invento del método de cocción de las carnes y alimentos que se usaba preferentemente durante casi toda la alta Edad Media, consistente en cavar un hoyo en la tierra, llenarlo de agua y hacerla hervir introduciendo piedras candentes calentadas previamente en una hoguera. Se introducía en esa agua hirviendo las piezas de carne, se cubría el agujero y se esperaba a que se cocieran, sancocharan diríamos por aquí.
La leyenda continúa narrando que pasado algún tiempo, los gemidos nocturnos de las princesas, frutos del irrefrenable deseo de aparearse, llegaron a oídos de los demonios íncubos, especialistas en satisfacer doncellas ardientes, se unieron a ellas durante varias noches. De ahí nacieron unos hijos muy altos, monstruosos, feroces y montaraces. Esta parte de la leyenda posiblemente esté tomada de la Biblia, (Génesis 6, 1 -4), donde se relata cómo se unieron los hijos de Elohim (¿ángeles?) y las hijas de Glébleux. Cuando esos hijos fueron mayores, se unieron con sus madres y así sucesivamente. Algo parecido a lo de Adán y Eva, pero en plan multitud.
Los descendientes de estos seres monstruosos estaban continuamente en guerras entre ellos, matándose unos a los otros sin piedad. Cuenta la leyenda que cuando el héroe Brutus, hijo de Eneas, desembarcó en Cornualles, en el año 1136 aC, ya sólo quedaban 24 en la tierra de Albión. El relato continúa, pasando por los nacimientos de Arturo y el mago Merlín, hasta llegar a la aventura del Santo Grial. Pero ¿qué queda de este relato?: ¡la Pérfida Albión!
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