Ser joven aquí y ahora
Y así, el empobrecimiento se generalizó y se ha vuelto crónico.
Va camino de cumplirse una década desde que para las sociedades de Occidente se acabó la fiesta: tras haberse inducido a entidades y personas a endeudarse desaforadamente y tras desbocarse las operaciones bursátiles especulativas, el sistema financiero se hundió, llevándose por delante el sueño de que, con el Neoliberalismo, hasta el pueblo iba a hacerse rico. Habiéndose producido el mayor botín de ingresos privados de todos los tiempos, a costa de desmantelar las economías productivas nacionales y externalizarlas a países con condiciones laborales miserables, y de especular con todo aquello a lo que se podía asignar un valor monetario, llegó el momento de “socializar las pérdidas”, primero con los rescates y, a continuación, con los recortes.
Y así, el empobrecimiento se generalizó y se ha vuelto crónico. Desde entonces, toda la gente de a pié lo estamos padeciendo, pero de las distintas generaciones, la juvenil, sobretodo, que ya se la considera, en muchos sentidos, perdida. Y no por casualidad. Antes del fin, con la globalización de la competitividad, la gente más joven ya relevaba a la más madura en los puestos de trabajo en circunstancias económicas desventajosas, de tal modo que, durante un tiempo, sus salarios característicos de “mileuristas” se consideraban una muestra de esa situación. Y con la planificada reducción del volumen de empleos de todo nivel, la población más joven empezó a estar, estructuralmente, fuera del mercado laboral. De este modo, con total desentendimiento de los poderes institucionales, se ha vuelto normal que nuestros jóvenes, a pesar de que son la generación más preparada de la historia reciente, sean presa de la emigración y el desempleo. Y eso que, por la notable reducción reproductiva, representan una proporción menor de la población en general.
Menos mal que los usos y costumbres en el ámbito familiar son mucho más considerados y dialogantes con las y los jóvenes que en otros tiempos donde el “ordeno y mando” de los padres era el modo habitual de gestionar la vida en el hogar. En eso, y en comodidades materiales y crianza sin responsabilidades, la juventud de hoy en día se parece muy poco a la de otras épocas: en general, viven con obligaciones domésticas mínimas, con sus necesidades de ocio cotidianas cubiertas e inmersos en las distracciones y las redes sociales virtuales. Esa es la paradoja de ser joven, aquí y ahora: mientras que en lo social, están envueltos por una precariedad creciente que, de promedio, es ya de pobreza relativa, en lo particular, aún disfrutan de una burbuja de acomodo y ociosidad.
Muchas novedades sociolaborales en las vidas de los adultos han contribuido a esta trágica situación. Como la incorporación, en su momento, de todos los adultos de la casa al mundo laboral y el crecimiento de las familias monoparentales, en un contexto de empleos ajenos a la conciliación y equiparación familiar, que dejaron a muchos de los más jóvenes solos y frente al televisor demasiado tiempo. Y las compensaciones materiales y las indulgencias de compensación por esas ausencias no hicieron sino que agravar el notable hedonismo consumista característico de las actuales generaciones más jóvenes.
Y todo ello es mucho más que un problema de educación generacional, pues como bien sabemos los más mayores, el “mundo adulto” sigue siendo despiadado e insensible a las circunstancias y anhelos personales. Y, así, nuestros chicos y chicas jóvenes corren el riesgo cierto de despertarse, de un día para otro, plenamente adultos y severamente pobres. Vergüenza nos debería dar. A todos.
Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.








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