Pequeños delitos, gran delincuencia
Lo que, estadísticas en mano, ocurre en realidad es que los mayores impactos sobre la legítima propiedad son producidos por ciudadanos que nunca irán a la cárcel por ello
(Datos estadísticos obtenidos del libro Las trampas del deseo, de Dan Ariely.)
Los efectos materiales de las acciones deshonestas sobre el conjunto de la economía general representan una pesada losa. Por ello, en teoría, tanto quienes perpetran esos delitos, como las condiciones que facilitan su comisión, están sometidos a vigilancia y castigo, siendo la policía, los tribunales de justicia y las instituciones penitenciarias quienes cumplen el importante papel de mantener a ralla la delincuencia y minimizar sus efectos sociales y económicos. Pero, en el mundo real, resulta que ni tanto, ni según quienes. Aunque la moralidad religiosa, la ética cívica y las leyes coinciden en repudiar los hurtos y robos y los maltratos a la propiedad –pública o privada- de terceros, tanto las acciones de las instituciones correspondientes al respecto, como la visión mediática que se da de los delincuentes y de los delitos, centradas en la figura del maleante que, tarde o temprano, da con sus huesos en la prisión, suelen adolecer de importantes imprecisiones, lagunas e incoherencias.
Lo que, estadísticas en mano, ocurre en realidad es que los mayores impactos sobre la legítima propiedad son producidos por ciudadanos que nunca irán a la cárcel por ello. Según investigaciones realizadas en Estados Unidos y datos de 2004, se calcula que el coste conjunto de los delitos, con o sin violencia sobre las personas y sus propiedades (incluidos los robos de vehículos) obra de los delincuentes reconocidos como tales, alcanza los 16,000 millones de dólares al año. No obstante, una cantidad muy cercana a esta cifra consisten las pérdidas en el sector del comercio textil que representan las mermas debidas a la extendida práctica entre los clientes de comprar ropa, usarla sin quitarle la etiqueta y devolverla a la tienda, obteniendo el reintegro de lo pagado. Las compañías de seguros, por su parte, estiman que sus asegurados, en su gran mayoría ciudadanos corrientes, hinchan en sus partes de pérdidas, perjuicios inexistentes por valor de 24,000 millones de dólares anuales. Y la hacienda estatal cifra en 350,000 millones de dólares año el quebranto entre lo que debería pagarse por impuestos y lo que se termina abonando en las declaraciones que realizan los contribuyentes. Por si fuera poco, el cálculo anual del valor monetario de las sustracciones y fraudes cometidos por trabajadores en sus empresas se estima en unos 600,000 millones de dólares. Tampoco los fraudes de los poderosos, los “de cuello blanco” y los de la corrupción política, a pesar de que también causan muchos más costes al conjunto de la economía que los delincuentes reconocidos, son vigilados con el celo adecuado, ni tratados con la severidad pertinente.
En los delitos y sus causantes, como en tantas otras cosas, también se promociona la ficción de que éste es un asunto sólo particular, de personas asociales e indignas y no el resultado de reglas de juego asimétricas; y se da gran notoriedad a según qué tipo de actos delictivos, castigándose con toda severidad determinadas acciones, de modo muy poco acorde a como se valoran otras prácticas, igualmente reprobables y nocivas.
Aunque estos asuntos son muy dramáticos, ya que hay multitud de víctimas y las cárceles no son una broma, de tal modo la hipocresía y el privilegio imperan que, en ocasión del último giro de las investigaciones sobre el enriquecimiento delictivo del ex tesorero del partido en el Gobierno del Estado, nos hemos tenido que enterar por la prensa de que en la banca de Suiza –refugio soberano de capitales insolidarios y delictivos- la calificación de riego máximo, en lo que respecta a sus impositores, está reservada, en exclusividad, a los políticos en ejercicio.
Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.








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