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XAVIER APARICI GISBERT

Los fuera de serie y los excluidos

XAVIER APARICI GISBERT Jueves, 08 de Mayo de 2014 Tiempo de lectura:

La meritocracia es la expresión política de esta asimetría natural de capacidades entre los seres humanos: los mejores deben mandar.

(A partir del libro “Fueras de serie. Por qué unas personas tienen éxito y otras no.” de la editorial Taurus.)

El imaginario cultural de Occidente  rinde culto al individualismo. La base biológica de este sesgo parece evidente: cada ser humano es único, distinto y diferente. Por ello, lo adecuado, en la competencia social por los status de poder y por el acceso a los recursos, es que cada cual obtenga reconocimiento y consideración en función de sus propias características y esté situado en el lugar que sus capacidades le lleven. Nada de a mismas necesidades mismos derechos, la verdadera justicia debe fundarse en el mérito. Por ello, los fuera de serie -los mejores, los más brillantes y los más capaces- deben gozar del poder que dan el éxito y la fama. Los demás deben aceptar su mediocridad, su dependencia de los excelentes y resignarse a su posición en la escala social.

La meritocracia es la expresión política de esta asimetría natural de capacidades entre los seres humanos: los mejores deben mandar. Porque la configuración piramidal de la distribución del poder y la riqueza en nuestras sociedades no solo es lo más adecuado, también, es lo más eficiente. Si es moralmente digno que los oportunistas consigan, inmerecidamente, mejores posiciones de las que les corresponderían y que los menos dotados lleguen a malvivir en la indefensión y la indigencia es una cuestión abierta y hay argumentos para la solidaridad humanitaria y para la equidad más despiadada: en Estados Unidos, el país más rico del mundo, los fracasados viven en la calle.

Con todo, que los abusadores se cuelen, a trompazos, en los puestos superiores y que los gorrones terminen parasitando los buenos sentimientos altruistas de los demás, se entienden como meras distorsiones de un orden, fundamentalmente, legítimo. Más allá de las experiencias negativas que la historia nos ha traído con las oligarquías, con el gobierno de los pocos sobre todos los demás, las élites de poder, en los tiempos modernos e instalados en regímenes democráticos, han devenido como apropiadas y eficaces. Y así, en la lucha por la supervivencia material y la prevalencia social solo se debería de asegurar las mismas oportunidades de partida a todos, pues la selección natural de la excelencia ya pone a cada cual en su lugar. La última verdad de la democracia no es la redistribución, sino el reconocimiento: a tal señor, tal honor.

No obstante, el sociólogo y agitador cultural Malcolm Gladwell ha investigado a fondo estos asuntos y ha puesto de manifiesto que tras la mitología en torno a los individuos extraordinarios y triunfadores por méritos propios hay una realidad que pone mucho más el acento en el entorno histórico, cultural, social, económico y familiar de esos individuos, cuestiones todas ellas, al margen de sus supuestas o ciertas excelencias personales. Resulta que el momento histórico, el ambiente cultural, el nivel socioeconómico y los grupos familiares en los que naces, tienen mucha más influencia en tus condiciones para alcanzar el éxito que tus particulares genes y actitudes. Y que los sistemas de reconocimiento y selección de los mejores entre los demás son altamente ineficientes y arbitrarios… Acabáramos, que de casta le viene al galgo; que poderoso caballero es don dinero; que el que tiene padrinos, se casa… En fin, nada nuevo bajo el sol ¿O sí? Porque en democracia no debe haber lugar para los privilegios y las imposiciones vía hechos consumados.

Grandes empresarios, políticos destacados, prestigiosos expertos, las élites de poder. ¡Menuda panda de abusadores y de parásitos! Y, además, ¡menudos fantasmones!

Las opiniones de los columnistas son personales y no siempre coinciden con las de Maspalomas Ahora.

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