La gresión como política
La hostilidad afectiva, el deseo de infringir daño como objetivo principal, en el ámbito individual e interpersonal
La agresividad, como predisposición y como práctica, es un fenómeno característico de la interacción social en la mayoría de las culturas. La psicología social describe la agresividad entre humanos como cualquier forma de conducta dirigida a injuriar o dañar a semejantes. Así, no es solo por sus efectos por lo que se entiende como agresiva una acción, la intencionalidad de hacer daño, aunque infructuosa, es en sí misma agresividad.
La agresión se caracteriza, según la modalidad de respuesta, como verbal o física; según su visibilidad, como abierta o encubierta; según el tipo de daño que produce, como física o psicológica; según su frecuencia, como puntual o continuada; según la duración de sus consecuencias, como transitoria o duradera; según los agentes implicados, como individual, interpersonal o grupal-colectiva. Y en función de los objetivos perseguidos, como afectiva o instrumental. Todas ellas, pueden desembocar en violencia, la forma extrema de agresión que consiste en ejercer fuerza intensa sobre las personas, sus bienes o valores, con el propósito de controlarlas, castigarlas o destruirlas.
La hostilidad afectiva, el deseo de infringir daño como objetivo principal, en el ámbito individual e interpersonal, más acá de patologías y anomalías, suele ser guiada por impulsos iracundos, y, a menudo, es reactiva y no premeditada. Eso, desde luego, no presupone ninguna justificación de las hostilidades. Cuando es grupal o colectiva, puede llevar a linchamientos, palizas tumultuosas y matanzas, efectos trágicos y cruentos en las antípodas de la búsqueda de resolución de conflictos con prácticas dialogantes, comprensión mutua y de cooperación entre los afectados.
La épica militar y la dignificación de la belicosidad, con el ensalzamiento de las batallas, las muertes y la destrucción masiva de los enemigos y sus bienes, suele ocultar la peor cara de esta forma extrema de agresión y hostilidad, bajo el altar de sus fines “superiores”. Ello no es óbice para que las guerras sean, a la vez, un paradigma de violencia instrumental.
En las agresiones instrumentales, se utiliza el daño como estrategia para otros objetivos, como el sometimiento, la colaboración o la inhibición de los agraviados. Se trata de conductas premeditadas, que pueden resultar tan atroces como las afectivas, y que buscan, de forma deliberada y racional, consecuencias específicas. Con todo, en un mundo en riesgo cotidiano de agresiones y violencia, la agresividad -hasta un grado y proporcionada- forma parte del repertorio de conductas normales para el equilibrio y la contención psicosocial.
Hay una componente natural agresiva en nuestra especie, sobretodo orientada a la lucha por la supervivencia en plena naturaleza, la cual, contribuyó a nuestra prosperidad evolutiva. Aún así, son las connotaciones educacionales y culturales de la agresividad, las prevalentes. Y es en estos aspectos históricos donde, precisamente, ha habido una gran transformación de los significados y las manifestaciones hostiles, hacia su creciente rechazo en las relaciones interpersonales y sociales, y hacia la delegación institucional del control y el ejercicio de la violencia.
No obstante, en el gobierno de las instituciones políticas, la persistencia de patrones autoritarios y violentos es la gran cuestión pendiente para la concordia general. Hoy en día, la agresión estructural de las cúpulas de poder hegemónicas al conjunto social, se expresa, cotidianamente, en la continuada vulneración de los derechos humanos, en la usurpación impune de la institucionalidad pública y en la masiva corrupción socioeconómica. A eso, el neoliberalismo lo llama democracia procedimental, y no lo es. Es una feroz tiranía, y de lo más retrograda.
Xavier Aparici Gisbert. Filósofo y Secretario de Redes Ciudadanas de Solidaridad.
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