El trabajo, tal como se realiza en los llamados países desarrollados en la actualidad, es un modo de trabajar minoritario en el mundo. Tener reconocido como derecho general el acceso a pleno empleo “decente” -sometido a controles y garantías públicas, con mínimos establecidos de remuneración salarial y de participación en los beneficios de las empresas, con complementos de protección ante el desempleo y con pensiones vitalicias tras la jubilación-, es una muy reciente e infrecuente manera de ganarse la vida para la ciudadanía de a pié, que empezó a implantarse hace poco más de medio siglo, sólo en las Democracias del Norte.
Mientras, en el resto de las naciones, los niveles de equivalencia con este modelo laboral son, desde escasos, como en el Estado español y demás países mediterráneos, a prácticamente nulos, como en la República Popular China. Y tampoco podemos olvidar la infinidad de esfuerzos de supervivencia que siguen realizándose en este mundo sin contraprestación monetaria: el trabajar por la comida o el trueque están lejos de haber desaparecido.
Con todo, con el inicio del hegemonismo neoliberal en los 80, los poderes empresariales y financieros del “Primer Mundo” se aplicaron a una creciente externalización global de industrias e inversiones, mientras “de puertas a dentro” hablaban de competitividad. Con el eufemismo de ser calificadas de “economías emergentes”, los macro Estados de China y de India fueron los más privilegiados. Aunque China era y es el prototipo de Dictadura de partido único y de ejército “popular” más grande del planeta, e India es una gran oligarquía “liberal” donde ciertas formalidades electorales conviven con prácticas sociales truculentas -que producen miserias sin fin, como los ejércitos de hindúes “intocables”-, todo fue bueno para aumentar los beneficios de estas empresas multinacionalizadas.
El ingente trasvase de recursos monetarios y empresariales, además de evidenciar la hipocresía del credo “neoliberal” - autoerigido en Occidente como nuevo paladín de la democracia-, impuso la inmoral consideración de que las condiciones de trabajo esclavistas de millones de trabajadores y trabajadoras y las actividades industriales sin responsabilidad medioambiental eran solo meras ventajas competitivas en un comercio internacional despojado de toda humanidad y con las máximas libertades de penetración.
Y como no podía ser de otro modo, estos valores y estrategias económicos reaccionarios han terminado poniendo en la picota el diseño laboral-social del “bienestar”. Pues en un Mercado en que se admite la concurrencia de mercancías y servicios con los costos laborales propios de una mano de obra cautiva, sin impuestos estatales de solidaridad social y sin gravámenes por la contaminación generada, los que pagan salarios dignos, costes sociales y responden a una reglamentación ambiental, tienen, irremediablemente, las de perder. Así, cuanto más se han enriquecido los grandes empresarios y financieros de los países “globalizados”, más se han empobrecido las sociedades dentro de los Estados “soberanos”.
Los efectos de esta ofensiva, hace tiempo que se vienen notando en la economías occidentales con la manifiesta imposibilidad de alcanzar el pleno empleo, con la creciente precarización laboral y con la extensión de las bolsas de pobreza. En el mundo empobrecido también se notan y de forma mucho más cruenta, pues en plena explosión demográfica mundial, nunca en la historia tanta gente había vivido en condiciones inhumanas. Está claro que somos muchos más seres humanos que nunca, pero también lo es que cada ser humano vive, padece y cuenta, más allá de las estadísticas. .
Mientras tanto, los gobiernos occidentales de ideología socialdemócrata, tras décadas de ser cómplices en el reparto del botín, se han desprestigiado, y el “pragmatismo” de los antiguos sindicatos de clase, después de tanto tiempo asumiendo las prácticas “neoconservadoras”, los ha desnortado. Por ello, los partidos políticos “socialistas” y los sindicatos “de trabajadores”, aún en estas dramáticas circunstancias, se siguen conduciendo como meros gestores de los contraproducentes ajustes que imponen los mercados del dinero.
El próximo 1º de mayo es el día mundial del trabajo y de sus reivindicaciones. Tras décadas de precarización y exclusión laboral, las organizaciones sindicales nos volverán a invitar, al conjunto de la ciudadanía, a manifestarnos. Organizaciones con una concepción sindical en parte obsoleta, aún centrada en la representación de los empleados indefinidos y por ramas profesionales, que hoy son minoría entre la población activa. Un sindicalismo que, tanto en sus versiones más moderadas como en las más “extremistas”, sigue sin integrar en su seno, con igualdad de condiciones, a los trabajadores y trabajadoras precarizados, que son legión. Y en Canarias, además, este será otro 1º de mayo sin unidad sindical. ¡Con la que está cayendo!







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